Firewall ciudadano: claves y controles. 1 de junio: La farsa

A veces, la historia se escribe con tinta de burla. El 1 de junio de 2025 pasará a los registros oficiales como la jornada en que México estrenó su “elección judicial”. En los hechos, quedará en la memoria como una operación fallida para legitimar con votos prestados una reforma cocinada en lo oscuro y servida al pueblo en frío. A pesar del despliegue, del acarreo, de la coacción y de los acordeones repartidos sin pudor, el pueblo, los ciudadanos, no se tragaron la pastilla.

Opinión06 de junio de 2025 Miguel Allende Foulques
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A veces, la historia se escribe con tinta de burla. El 1 de junio de 2025 pasará a los registros oficiales como la jornada en que México estrenó su “elección judicial”. En los hechos, quedará en la memoria como una operación fallida para legitimar con votos prestados una reforma cocinada en lo oscuro y servida al pueblo en frío. A pesar del despliegue, del acarreo, de la coacción y de los acordeones repartidos sin pudor, el pueblo, los ciudadanos, no se tragaron la pastilla.

Ni las listas de nombres diseñadas en oficinas partidistas, ni las amenazas disfrazadas de advertencias, ni el uso burdo del aparato estatal para presionar a los beneficiarios de programa sociales, lograron maquillar el dato más elocuente del proceso: casi el 90% de la población decidió no participar. Y esa abstención no fue únicamente ignorancia, ni pereza, ni apatía: fue también un acto de desobediencia civil silenciosa. Fue el mayor plebiscito que no pidió nadie, pero que se dio solo.

No fue la ciudadanía quien falló. Falló el gobierno que quiso ponerle toga al autoritarismo. Falló el partido en el poder al pretender convertir una decisión de Estado en una ceremonia democrática. Falló la narrativa de la transformación al disfrazar control como soberanía popular.

En una democracia, el voto es una decisión tomada con libertad e información. Es un acto íntimo de deliberación y conciencia. El sufragio auténtico no nace del temor a perder un apoyo económico, ni de la reproducción automática de un instructivo colorido. El ciudadano vota para construir su destino, no para validar el de otros.

Pero el 1 de junio no hubo ciudadanía en ejercicio. Hubo ciudadanos usados. Lo que debía ser un ejemplo de independencia y responsabilidad se convirtió en una mala coreografía ejecutada por operadores políticos. Las urnas se volvieron buzones de consigna.

La propaganda oficial insiste en que la jornada fue ejemplar, maravillosa, una hazaña. Que México es ahora “más democrático que nunca”. Que trece millones de votos son prueba irrefutable de legitimidad. Pero si el pueblo es el fundamento de todo, ¿cómo ignorar que nueve de cada diez decidieron no ir? ¿O es que solo cuenta la parte que conviene? Mejor tampoco hablar de los votos nulos.

La reforma judicial, con todo y su ropaje popular, no nació de la deliberación pública. Nació de la urgencia del poder por someter a los contrapesos. Y su implementación, lejos de resolver la crisis de legitimidad del sistema de justicia, la profundiza. Porque un juez electo bajo coacción y voto dirigido no es más independiente que uno designado por cuotas partidistas. Es, en todo caso, más vulnerable y más servil.

El gobierno intentó vestir de pueblo lo que en realidad es una operación de captura institucional. Se pretendió que las urnas lavaran la cara del autoritarismo. Pero no hay legitimidad sin libertad. Y esta elección estuvo manchada desde el principio por el uso faccioso de los recursos públicos y la maquinaria oficialista.

Este no fue solo un fracaso del oficialismo, ni una torpeza táctica de la oposición ausente. Es también una señal para la sociedad. Porque callar ante el despojo, cruzarse de brazos frente al abuso, o abstenerse sin explicar por qué, también son formas de renunciar a la responsabilidad cívica. Una democracia fuerte no se construye solo desde la indignación, sino también desde la organización.

Lo que queda ahora es terreno baldío. Una Corte subordinada, juzgadores endebles y un precedente peligroso: que los derechos pueden depender de mayorías fabricadas. El poder ya está en sus manos. Pero el juicio sobre su uso, ese apenas comienza.

La historia enseña que cuando la ley se doblega al poder, lo que sigue es el deterioro de las instituciones, la erosión de la confianza y el agotamiento de la política como vía civilizada. No se trata de profetizar la catástrofe, sino de advertir lo escarpado de la pendiente.

Porque si hoy aceptamos que los jueces se elijan bajo coacción, mañana aceptaremos que los derechos dependan de lealtades. Y más pronto que tarde, lo que quedará será una república hueca, en la que los rituales democráticos solo sirvan para validar las decisiones de una élite sin freno.

Frente a eso, toca resistir. Desde la palabra, desde la conciencia, desde la ciudadanía que no se deja comprar. Porque, aunque nos digan lo contrario, no hay fondo en la degradación política. Solo hay una cuesta que puede seguir bajando si nadie la detiene.

Mientras tanto en el INE… En la noche del domingo 1 de junio, la presidenta del Consejo General del INE, Guadalupe Tadei, decidió hacer un acto de valentía política que, por supuesto, no dejó a nadie indiferente. En un momento que bien podría haber sido sacado de una novela de Robert Graves o Zepeda Patersson, Tadei eligió otorgarle mayor protagonismo a los Vocales Ejecutivos Locales. Estos personajes, en una muestra más de lealtad (por no decir sumisión), se deshicieron en alabanzas a su líder, destacando su heroísmo y, por supuesto, recordando al mundo que están allí, no para defender principios democráticos, sino para lamer botas—sin importar quién las calce-. Se necesitaba de un valor excepcional para protagonizar semejante espectáculo de sumisión, ¿no es cierto? En este teatro de lo absurdo, la pregunta que queda flotando en el aire es: ¿Realmente era necesario ese golpe de vanidad, ese desfile de narcisismo barato? ¿Quién, en su sano juicio, podría creer ese discurso vacío, al punto de que ni siquiera los propios involucrados parecen convencidos de lo que dicen?

Y como si la escena no pudiera ser más surrealista, en las sesiones del INE se hicieron presentes los militares, con todo y uniforme reglamentario, algo inédito en la historia del instituto. La presidenta, con la tranquilidad de quien no tiene nada que esconder, explicó que los soldados fueron invitados “por cortesía”. Pero más que cortesía, la presencia de los militares parecía un recordatorio de que, en tiempos de crisis, la democracia necesita más que urnas. Otros consejeros, sin comprometerse demasiado, se limitaron a discrepar, como si el asunto fuera solo una cuestión de "diferencias de opinión" y no un claro viraje hacia una lógica autoritaria.

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