
La presidenta Claudia Sheinbaum premia a una colaboradora de antaño como Esthela Damián que habrá de tener como única agenda, y absolutamente nada más, la que la mandataria decida.


Morena se cree llamada a una misión histórica. Asume que juega no en la cancha democrática convencional, sino en una cruzada.
Opinión18 de octubre de 2024 Salvador Camarena
Por meses, Morena se negó a reconocer sus derrotas en la Cuauhtémoc, en Guadalajara y en Jalisco. Sólo aceptó una vez que todos y cada uno de los fallos le fueron adversos. Qué persigue el oficialismo con esa renuencia a acatar el veredicto de las urnas.
Morena se cree llamada a una misión histórica. Asume que juega no en la cancha democrática convencional, sino en una cruzada. Su existencia niega, por definición, la legitimidad de los otros partidos. Si estos aún existen es sólo porque el pueblo no ha terminado su labor.
De esa forma, la derrota de Morena es una anomalía. Perder no puede constituir un escenario normal, pues la “revolución de las conciencias” –su misión– no admite demora, menos aún que otros partidos la obstaculicen o amenacen su continuidad.
Tal es la primera explicación de la renuencia de Morena a aceptar que el 2 de junio en la Cuauhtémoc, alcaldía central de la CDMX, y en Guadalajara y en Jalisco, la sociedad prefirió a otros partidos antes que a la organización guinda: o gana el obradorismo, o hubo trampa.
El equiparar la derrota a una imposibilidad democrática es, además de un dogma que ha de ser celosamente defendido, parte de una estrategia para explorar y capitalizar caminos de eventual rentabilidad política de un revés.
Alegan fraude para sacarle el máximo jugo al rol de víctima de poderosos entes que acechan a los amigos del pueblo bueno. Para advertir a futuros adversarios lo cara que será la ruta poselectoral. Y, por supuesto, para presionar a autoridades que revisarán su reclamo.
Alimentan pues el mito fundacional que les galvaniza. Así como a su líder le fueron precisos tres ciclos para vencer todas las abusivas e ilegales resistencias a fin de llegar por vez primera a la Presidencia de la República, así habrá que emularse la hazaña en cada territorio.
Unos con fe, otros con autoengaño y otros más con cinismo abrazan este credo de la supuesta epopeya que les ha sido encomendada. Quien pierde, por tanto, queda ungido de un halo de mártir. Los enemigos de la verdadera democracia se ceban en esa candidatura.
Tal martirio, sin embargo, no se ha de llevar en silencio ni con franciscana resignación. Si los conteos son adversos, el movimiento espera precisamente que incremente el activismo, que se emprenda todo tipo de artilugio en el intento de revertir la antinatural desventaja.
Esta especie de noviciado ha de ser ruidosa, incansable en alimentar sospechas, convincente en su vehemencia y, sin lugar a dudas, efectiva para poner contra las cuerdas, así sea mediáticamente, a adversarios y autoridades.
No importa si la derrota fue más o menos apretada, o en un lugar donde gobierna la oposición. Las circunstancias no son relevantes.
Lo que es menester es tratar de impedir, con chicanas o acusaciones inverosímiles, que la voluntad popular se equivoque al elegir a adversarios de Morena. Y una vez que el o la compañera en desventaja inicia el reclamo, todo el aparato le apoya.
Qué importa si entonces el tiempo de la transición se pierde en infiernitos, si se roba al ganador o ganadora la atención que debiera estar poniendo en prepararse para gobernar. Para Morena son minucias.
Y es que si eres de Morena, ganes o pierdas no has de cesar la actividad adversarial. Si triunfaste, no colaborarás con la oposición. Si perdiste, reclamas.
Por eso emplearon meses en sus berrinches por Cuauhtémoc, Guadalajara y Jalisco. Y puede que ya aceptaran el fallo, como esta semana sobre la gubernatura jalisciense, pero nunca reconocerán a los ganadores. La pelea está lejos de terminar.

La presidenta Claudia Sheinbaum premia a una colaboradora de antaño como Esthela Damián que habrá de tener como única agenda, y absolutamente nada más, la que la mandataria decida.

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