Firewall ciudadano: claves y controles. Mas allá del FIC: revivir la intelligentsia en la era del turismo Instagramero

Hay una quietud sospechosa en la belleza de Guanajuato. Una calma que no es paz, sino vacío. En las calles que son escenario de la literatura de Cervantes, en los teatros que vibraron con los performances clásicos y vanguardistas de compañías teatrales y dancísticas de las décadas finales del siglo pasado, hoy solo resuena el eco complaciente del aplauso oficial, de los villamelones, de los profanos. Uno pasea por la ciudad y, entre tanta piedra noble y fachada barroca, echa en falta el único adorno que realmente importa: el rumor áspero y vivo del pensamiento crítico.

Opinión29 de octubre de 2025 Miguel Allende Foulques
ChatGPT Image 29 oct 2025, 05_21_10 a.m.

Hay una quietud sospechosa en la belleza de Guanajuato. Una calma que no es paz, sino vacío. En las calles que son escenario de la literatura de Cervantes, en los teatros que vibraron con los performances clásicos y vanguardistas de compañías teatrales y dancísticas de las décadas finales del siglo pasado, hoy solo resuena el eco complaciente del aplauso oficial, de los villamelones, de los profanos. Uno pasea por la ciudad y, entre tanta piedra noble y fachada barroca, echa en falta el único adorno que realmente importa: el rumor áspero y vivo del pensamiento crítico.

Me pregunto, a veces, dónde se han escondido los herederos de aquellos hombres que en el siglo pasado se jugaban el pescuezo por una idea en un periódico o una reseña en la radio universitaria. Los hemos sustituido por una legión de funcionarios de la cultura, cuyos únicos riesgos consisten en que se les caiga el canapé en un vernissage o que el poeta invitado a la feria del libro (¿los hay?), beba de más y diga alguna verdad inconveniente. Es lo que tiene convertir la cultura en ornamento: se acaba confundiendo al intelectual con el florero, lo grandote con lo grandioso... (remember las ranas que aterrizaron en “Los pastitos”).

Y no es que falten talentos. Los hay, y muchos. Lo que falta es la intención, el compromiso de reencontrar los espacios que nos ofrece la ciudad (cafés, tabernas o plazas), en trincheras del pensamiento crítico. Hace algunos años, la intelligentsia no nacía en las universidades ni en los concursos, sino en el humo denso de una cantina y en la conversación a gritos sobre un libro irreverente presentado en la plaza San Fernando, una película de Miklos Jancsó exhibida en el Teatro Principal, o una exposición heterodoxa puesta en la Hermenegildo Bustos, del teatro ni hablamos, ese territorio estaba minado por los arcángeles cervantinianos de por acá. Hoy, esos espacios se diluyen hasta la irrelevancia —convertidos en guaridas de turistas tiktokeros— o simplemente no existen, ahogados por las azoteas bautizadas como antros (kitsch), y por la dictadura empalagosa de lo “políticamente correcto” y el miedo a quedar mal con los patrocinadores. Sin lugares donde las ideas puedan colisionar, refutarse y mejorarse, sin ese gimnasio dialéctico, el músculo crítico se atrofia. Se acaba produciendo una “cultura de invernadero”, bella, estéril, de red social y completamente inofensiva e intrascendente. (Hasta que un irreverente y agresivo mozuelo -“hiphopero”- atice al malgobierno que lo cobija).

El Festival Internacional Cervantino concluye su edición 2025, la esperanza de que deje algo más que prebendas y ganancias a los políticos y empresarios que se creen dueños de Guanajuato es un pensamiento fatuo. Frente a esto, la solución no es pedir permiso para la crítica. La solución (conste que no trato de inventar el hilo negro), pasa por recuperar el espacio público, mesa a mesa, conversación a conversación. Hacerse fuerte en los pocos bares que quedan donde una cerveza sea el fiel de la discusión. Fundar un círculo de lectura en una librería de viejo, aunque solo sean cinco tipos discutiendo a tumba abierta. Crear un fanzine digital, un podcast grabado en una cocina, cualquier cosa que rompa el monopolio del discurso oficial. Intentos los hay, son plausibles, pero carecen de punch, carecen del impacto de un discurso disruptivo y suelen quedarse en teorías endogámicas sobre la triste realidad del pueblo y la avaricia política y comercial de unos cuantos. Urge la cercanía con el lenguaje de las generaciones que heredarán el patrimonio histórico, tener una visión de largo aliento y evitar las trampas tendidas desde las diversas tendencias que promueven la intolerancia y la polarización en todas sus expresiones y cuando digo todas, me refiero también a las que buscan la reivindicación de fantasmas y también a las empeñadas en imponer “su” agenda.

Frente a esto, la solución no es la nostalgia, sino estrategia. Hay que ocupar esos vacíos y convertirlos en territorios libres de “lo correcto”.  La solución no es simplemente “hablar sin filtros”, se requiere incorporar la discusión sobre el desarrollo de modelos de subvención que garanticen independencia, por ejemplo. (Cooperativas, micromecenazgo, fondos públicos con cláusulas de autonomía, etc.)

Bajar a la cañada y crear espacios donde esté prohibido hablar de convocatorias y obligatorio discutir de libros, películas, exposiciones, del teatro, la danza y hasta de la última metedura de pata de la alcaldesa y elenco que la acompaña. Un foro donde la única membresía sea la capacidad de argumentar con ingenio y de soportar que te lleven la contraria. 
La intelligentsia no nace en las ruedas de prensa, ni en la organización de “festivalitos turismeros”; nace en la conversación, en la discusión, en el forcejeo intelectual de quien defiende una idea contra quien la despedaza. Hay que provocar esos forcejeos. Invitar al filósofo desempleado y al ingeniero lector, al artista joven y al historiador retirado. Juntarlos y soltar un tema incómodo, necesario, luego, retirarse y dejar que la pólvora intelectual fluya y oriente.

Tal vez, ya entrados en gastos, el próximo gran escritor, el próximo crítico feroz, el próximo artista de Guanajuato, no surja de un taller de 3 horas por semana, sino de una mesa llena de vasos vacíos y de una conversación que se alargó hasta el amanecer (licencia nostálgica).

Porque la verdadera cultura va más allá de la que se exhibe en los museos y en las páginas electrónicas oficiales. Hablamos de la que tiene el poder de incomodar, de cuestionar, de remover los cimientos de lo establecido. Mientras en Guanajuato no entendamos eso, seguiremos siendo lo que hoy parecemos: un escenario preciosista para una obra en la que todos los personajes han enmudecido. Un patrimonio de la humanidad, quizás, pero una provincia del pensamiento, sin duda.

Estamos ante la versión local de lo que Ibargüengoitia retrató con tanta saña: la tragedia convertida en sainete, el intelectual transformado en funcionario de su propia irrelevancia. Los ciudadanos convertidos en estatuas respirando la bazofia que dejan los políticos.

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