Estrictamente Personal. La mordaza de Morena

La censura no tiene como única destinataria a la prensa. Los casos de Campeche y Puebla alertaron a periodistas en todo el país al visibilizarse la estrategia legal como un instrumento de disuasión.

Opinión27 de junio de 2025Leticia Aguayo SotoLeticia Aguayo Soto
Raymundo Riva Palacio
Raymundo Riva Palacio

¿Necesita un gobierno ejercer la censura directa para censurar? No. Insistamos: la censura ya no necesita de golpes ni desapariciones. Basta con un código penal y un juez dócil. Silenciar las voces críticas mediante leyes ambiguas y fiscalías serviles que cada vez son más frecuentes es una estrategia de control. Hay una tendencia en el mundo en la que chapalea México, donde los gobiernos están utilizando leyes ambiguas contra periodistas, recurriendo cada vez más a litigios estratégicos para silenciar a los críticos y suprimir el debate público llevándolos a tribunales.

En el México de la cuatroté, la libertad de expresión vive bajo asedio. La censura no es nueva -más allá a la del sicariato criminal-, pero en el pasado era selectiva y discrecional. Ahora pretende ser masiva, desde los escritorios del poder. La nueva censura se viste de denuncia penal, de carpetas de investigación abiertas, de presiones fiscales y de campañas de odio desde las redes oficiales. Al grupo de los perpetradores usuales desde hace poco más de 20 años, se le han sumado activamente gobernadores, funcionarios y políticos de diversos colores, aunque la mayoría militante de Morena.

La fórmula cada vez más recurrida para silenciar periodistas no requiere balas –aunque tampoco las excluye, como sucedió con Ciro Gómez Leyva, o Miroslava Breach y Javier Valdez, que no tuvieron su suerte–, sino denuncias por “daño moral”, “violencia política de género”, “difamación” o “acoso”. Son términos jurídicamente vagos, pero políticamente útiles. No buscan justicia; buscan desgaste. Pretenden agotar al periodista en lo económico, distraerlo e intimidarlo. Jorge Luis González, exdirector del diario Tribuna, de Campeche, es el último ejemplo de esta andanada de castigo político.

El asedio no es nuevo, pero la semilla de odio e impunidad que incubó el expresidente Andrés Manuel López Obrador en la clase política morenista, germinó en su movimiento. Gobernadores que ya se fueron como Cuitláhuac García, Rutilio Escandón, Cuauhtémoc Blanco y el finado Miguel Barbosa, fueron secundados por Layda Sansores, Delfina Gómez, Alejandro Armenta, Alfonso Durazo y Rubén Rocha Moya. López Obrador les mostró que el principio de proporcionalidad que evita el abuso de poder es semántico.

Legisladores y funcionarios del obradorato han contribuido a un acoso judicial al alza, utilizando la normativa para iniciar procesos penales contra periodistas, como denunció la organización no gubernamental Artículo 19. Sansores, que quiere liquidar a González con el apoyo del Tribunal Electoral que le prohibió ejercer su profesión durante dos años -un fallo avalado indirectamente por la presidenta Claudia Sheinbaum-, es una de las contradicciones que estamos viviendo.

Ha usado un programa semanal transmitido con recursos públicos para exhibir a periodistas, hacer insinuaciones sin pruebas y sembrar narrativas para deslegitimarlos ante la opinión pública.

En Sonora, el gobierno inició carpetas de investigación contra periodistas que cubren el despojo de tierras y la violencia en la sierra, acusándolos de “colaboración indirecta con el crimen organizado”, sin una sola prueba.

La organización no gubernamental Reporteros Sin Fronteras clasificó a México en su informe anual como un país “difícil” para la libertad de prensa, por la creciente fragilidad del ecosistema de medios, en donde entra la reciente ley de ciberacoso en Puebla, que detonó fuertes críticas porque es tan vaga en su aplicación, que deja la puerta abierta para que insultos, injurias, ofensas o agravios -que no se especifica ni quién ni cómo se determinan salvo quien se diga afectado-, pueden llevar a una persona inocente a la cárcel de 11 meses a tres años.

La censura no tiene como única destinataria a la prensa. Los casos de Campeche y Puebla alertaron a periodistas en todo el país al visibilizarse la estrategia legal como un instrumento de disuasión, pero se ha ampliado esta semana a la ciudadanía en general con litigios para acallar a personas afuera del sistema de medios, que viven en la dialéctica de la confrontación con los poderes, en México y en otros lados.

Una ciudadana en Hermosillo, Karla Estrella, ironizó en las redes sociales sobre el influyentismo del coordinador de Morena en la Cámara de Diputados para que le dieran una candidatura a su esposa el año pasado, quien la denunció por violencia política en razón de género. El Tribunal Electoral falló en su contra y la obligó a disculparse diariamente durante 30 días, tomar un curso de género y publicar la sentencia en sus redes. El Tribunal, hoy pintado de guinda, cometió un acto de censura por un contenido en las redes sociales, como lo hizo contra la influencer y actriz, Laisha Wilkins, por reírse de una candidata a la Suprema Corte de Justicia.

Esto es una paradoja. Además de la estrategia legal del régimen, hay un ataque digital. Desde cuentas afines a Morena -la más importante es la red que maneja el ex vocero presidencial y coordinador de asesores de Sheinbaum, Jesús Ramírez Cuevas-, algunas operadas por funcionarios del gobierno federal o mediante ejércitos de bots pagados con recursos públicos, hay un embate permanente contra críticos del régimen, con campañas de desprestigio contra periodistas, hashtags acusatorios y linchamientos virtuales coordinados. Lo refuerzan propagandistas a sueldo en medios convencionales y digitales, como parte de un gran enjambre medieval. El patrón es claro: cada nota incómoda al régimen genera una andanada de insultos, amenazas y desinformación. No es espontáneo. Es orquestado y financiado.

Aunque esta conducta reaccionaria comenzó con López Obrador, que aunque no firmaba las denuncias ni integraba las carpetas de investigación o autorizaba órdenes de aprehensión, alentaba el clima hostil desde su patíbulo en Palacio Nacional donde agraviaba y difamaba a periodistas, los acusaba sin pruebas de corruptos, violaba las leyes difundiendo datos personales e información privada, y simplificaba su trabajo a una lucha entre los “conservadores” -que son todos los que no le rindieran tributo-, y “el pueblo” que quería la transformación.

La consecuencia la estamos viviendo: los gobernadores, legisladores y políticos de Morena que se sienten autorizados para replicar la estrategia. Lo que antes era un límite -el respeto a la libertad de prensa- hoy es terreno libre para el poder, amparado en la narrativa presidencial, para construir un escudo contra la crítica y su carrera hacia un gobierno iliberal.

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