
Lo que está en juego no es sólo la relación entre una presidenta y su mentor político. Es la posibilidad de que México tenga, por primera vez en siete años, un gobierno que no dependa del caudillo para tomar decisiones.


Es un tiempo de acomodos en el oficialismo. Un periodo de ajustes derivado del diseño mismo de la competencia por la candidatura de Morena.
Opinión13 de diciembre de 2024 SALVADOR CAMARENA
El presidencialismo experimenta una etapa menos personalista, no necesariamente más republicana. Al arranque del sexenio las fuerzas políticas del oficialismo, más que una orquesta con una sola batuta, simulan un cuarteto. El tempo lo imprime, hasta ahora, un comité.
Ejecutivo, Legislativo, liderazgos estatales y partido constituyen las patas de la mesa de la segunda administración de Morena. Cada una de esas categorías dista mucho de ser monolítica. Sobra decir que en el anterior sexenio no había nada similar: un solo Papa, y acólitos.
El común denominador de esos entes sería que viven un proceso de acomodo, interno, para empezar, y entre ellos. Es decir, la correlación de fuerzas que compone a cada uno determinará su peso en las decisiones del gobierno en el sexenio.
Desde luego que la Presidencia de la República, por sus atributos legales y simbólicos, y por la legitimidad de quien la ganó e instrumenta, gravita más, y predominantemente, sobre cualquier otro ente del susodicho comité, figura ésta que uso de manera retórica.
Sin embargo, en los dos meses y medio que lleva el sexenio, se han presentado coyunturas que muestran que los ganadores del proceso electoral de 2024 buscan cada uno a su manera interpretar el mandato de las urnas.
El intento de cambios constitucionales del Congreso (artículo 1º a fin de quitar el control de convencionalidad) o los jaloneos en la renovación (es un decir) de la CNDH, mostraron que Ejecutivo y Legislativo no necesariamente seguían la misma tonada.
A ojos de quien busca interpretar lo que ocurre bajo la lupa del presidencialismo clásico, casos como el de CNDH podrían llevar al equívoco de pensar que hay rebelión contra la presidenta, o que ésta padeció la sombra del rey rojo de Palenque. Es más complejo.
Es un tiempo de acomodos en el oficialismo. Un periodo de ajustes derivado del diseño mismo de la competencia por la candidatura de Morena. El viejo régimen era uno de (prácticamente) suma cero. En éste, al menos hasta ahora, es de lucha por, y reparto, del poder.
El juego de las corcholatas determinó una alineación inicial en el sexenio. Algo hubo de meritocrático (sí, en el movimiento que abomina la palabra). Sería el caso de Fernández Noroña.
En cambio, la política explica el premio a Monreal en San Lázaro a pesar de su mal desempeño en la interna morenista, lo mismo el de Adán Augusto en el Senado. Perdedores que se volvieron líderes parlamentarios.
Por su parte, el caso de Ebrard, segundo lugar en la interna ayuda a exponer que incluso dentro del gabinete de la presidenta Sheinbaum no todo obedece a lo que ella hubiera querido, a lo que hoy quisiera.
De forma que: la presidenta misma tiene un equipo con cuotas, y su relación con el Congreso obedece a un diseño proveniente de la campaña y de las relaciones de algunos de esos personajes legislativos con el mandamás del movimiento.
Y la sorpresa de la transición fue el destape de Andrés Manuel López Beltrán como directivo de Morena, en tándem con Luisa María Alcalde. Hasta antes de eso, el partido sabía que haría lo que dijera el dedito de YSQ. Se invierte el orden y ahora el partido ha de ser consultado.
Quedan cabos sueltos que antes llamé ‘liderazgos estatales’, grupo donde están desde Clara Brugada, por un lado, hasta los clanes Murat o Velasco (PVEM), por otro. Lo mismo que el PT. Todos cobijados por el manto del que se fue, pero que ahora buscarán empoderarse.
La presidenta manda, sin duda. Pero para nada es la única con poder.

Lo que está en juego no es sólo la relación entre una presidenta y su mentor político. Es la posibilidad de que México tenga, por primera vez en siete años, un gobierno que no dependa del caudillo para tomar decisiones.

El sexenio está mudando de piel a una cosa donde se celebran “siete años” de lo mismo. Eso no despresuriza. Puede que desde el régimen sea algo deliberado, un intento de avasallar por agotamiento al no permitir refresco sexenal, ni anual.

La forma como se ha hecho la campaña contra los factureros pierde credibilidad cuando se hace de manera selectiva, donde a unos se castiga y a otros se premia al no voltearlos a ver.

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El régimen está en una carrera para producir escándalos que no los afecten y que ayuden para dejar a buen resguardo a sus personajes más conspicuos manchados por la corrupción.





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