Estrictamente Personal. La ejecución de Carlos Manzo

La muerte de Carlos Manzo es la síntesis del drama que vive el país, una nación donde el valor individual no basta para derrotar al poder armado, donde la honestidad no garantiza protección y donde el crimen se impone.

Opinión03 de noviembre de 2025 Raymundo Riva Palacio
Raymundo Riva Palacio
Raymundo Riva Palacio

El sábado primero de noviembre de 2025 quedará marcado como la noche en que la fiesta del Día de Muertos en Uruapan se transformó en un escenario de ejecución política. El asesinato del alcalde independiente Carlos Manzo se estrelló en la cara de la presidenta Claudia Sheinbaum y del gabinete de seguridad, que ignoraron, se burlaron incluso de sus insistentes llamados a que hicieran algo, lo que fuera, pero algo, para frenar el ataque del Cártel Jalisco Nueva Generación en ese municipio, el segundo más poblado de Michoacán, y el dinamo de la industria del aguacate.

Michoacán, el laboratorio de la militarización de la seguridad, es el nuevo símbolo del fracaso de la política del gobierno, exitosa en la palabrería de los partes policiales diarios, que nadie sabe qué tan ciertos son, pero que no reflejan el freno a la violencia, a los asesinatos rampantes, a las masacres y a las guerras entre los cárteles. Sheinbaum, cuya empatía es discrecional –pronta y eficaz en los lugares que le permitan ganar votos–, tardó más de 12 horas para condenar el “vil” asesinato de Manzo. En Washington, el subsecretario de Estado, Christopher Landau, ofreció sus condolencias a la familia y amigos de Manzo una hora antes que ella.

El asesinato, no obstante, le preocupó, y convocó al gabinete de seguridad a una reunión de emergencia en Palacio Nacional, que duró unas dos horas y media. Sus integrantes llegaron a las siete de la mañana con rostros desencajados. Había por qué: si como dijo Sheinbaum, Manzo tenía protección federal, se lo asesinaron en sus manos. ¿Cómo lo explican? Con retórica hueca y esquiva.

Manzo fue ejecutado mientras convivía con su pueblo en la Fiesta de las Velas, tomándose fotos con su hijo y encendiendo la llama simbólica de la celebración. Las balas que lo mataron pusieron en evidencia algo mucho más profundo que un simple asesinato. Fue la derrota de las autoridades frente al crimen organizado. Sheinbaum dijo que no habrá impunidad. ¿Cómo creerle? Todos los asesinatos de alto impacto en los últimos años los abriga la impunidad. ¿Quién mandó asesinar a Ciro Gómez Leyva? ¿Quién a Ximena Guzmán y José Muñoz? ¿A David Cohen? No fue Fuenteovejuna, seguro.

Manzo no era un alcalde cualquiera. Tomó posesión en septiembre del año pasado con la promesa de “romper el pacto tácito” con el crimen organizado. Afirmó que no haría tratos con ellos; se puso chaleco antibalas y patrulló carreteras y bosques. “No quiero ser un alcalde más de los ejecutados”, dijo hace unos días. Pero no se echó para atrás. Hoy, ante la evidente impotencia de las autoridades, la descalificación pública que hizo de él Sheinbaum con esa demagogia de latón, su frase retumba como epitafio.

El alcalde sorprendió a muchos por su valentía, administrando el miedo, como reconoció tener, pero con una posición indómita en su cruzada contra el crimen organizado. Muy pocos deben haber pensado que lo iban a ejecutar en medio de cientos que fueron a la Fiesta de las Velas, ante tantos ojos. La visibilidad del evento del sábado por la noche parecía un escudo, olvidando que ésta sólo funciona si el Estado muestra su músculo, no sólo micrófonos. El alcalde fue abandonado por el gobierno estatal y por el federal. No hay justificación que valga. Un sicario cambió su vida por la del alcalde y ya estuvo: los criminales y el gobierno, por consecuencia, eliminaron una piedra incómoda en su camino.

No fue una acción concertada entre esos dos entes, pero en el abandono al que sometió el Estado a Manzo, se volvió cómplice involuntario de los criminales, que probablemente sintieron que su protagonismo y activismo en los medios para llamar la atención del gobierno federal –porque el estatal no sirve para nada– y provocar una acción, calentaría demasiado la plaza. Se ampararon quienes lo mandaron matar en la balandronada presidencial de siempre, cuando rechazó sus peticiones de ayuda: “No vamos a regresar a la guerra contra el narco”. Nadie pide eso. Se exigen acciones, no boletines de prensa. ¿Dónde estaba la protección federal que dijo Sheinbaum tenía? En ninguna imagen del crimen se vio.

Las estadísticas optimistas, reales para algunos y maquilladas para otros, no sirven para nada cuando se trata de proteger a quienes solos, como Manzo, tratan de cambiar el estado de cosas. En un país donde la frontera entre autoridad y crimen es difusa, Manzo se propuso a dibujarla de nuevo. Por eso lo ejecutaron en frente de tantos. Como escarmiento.

El alcalde de Uruapan llegó al poder sin partido, como un candidato independiente con una promesa tan elemental como temeraria, gobernar sin pactar con el crimen organizado. En Michoacán, tierra donde los cárteles regulan desde el precio del aguacate hasta el número de patrullas que pueden circular en una colonia, su declaración fue más que una postura: fue una provocación. Había tocado una herida profunda: el control económico del crimen en ese municipio, ciudad estratégica para el comercio del aguacate y la producción de metanfetaminas.

Lo que queda tras su muerte es el recordatorio de la advertencia que en Michoacán, el asesinato de alcaldes se volvió un patrón: entre 2018 y 2025, más de una docena fueron ejecutados. Ninguno de esos crímenes ha tenido una sentencia firme. El mensaje es simple: quien rompe las reglas del miedo, muere, y quien los hace pagar su desafío, goza de impunidad.

Manzo arriesgó todo. En un sistema donde la supervivencia depende del silencio, eligió hablar. Su muerte es la síntesis del drama que vive el país, una nación donde el valor individual no basta para derrotar al poder armado, donde la honestidad no garantiza protección y donde el crimen se impone no sólo con balas, sino con la resignación inconfesable de quienes lo toleran.

La ejecución del alcalde de Uruapan resuena como una réplica del viejo patrón de impunidad obscena que ha marcado el fenómeno de la violencia durante los siete últimos años. Los grupos criminales no dejan de enviar el mismo mensaje cada vez que ejecutan a una autoridad local: “No mandan ustedes, mandamos nosotros”. En Palacio Nacional sigue la cabeza fría de la indiferencia, escondida dentro de numeralias sin sentido y, por lo que estamos viendo en el país, sin resultados reales.

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