
Lo que está en juego no es sólo la relación entre una presidenta y su mentor político. Es la posibilidad de que México tenga, por primera vez en siete años, un gobierno que no dependa del caudillo para tomar decisiones.


El control de Alito Moreno, que maniobró para eternizarse en la presidencia tricolor, le alejará de cualquier posibilidad, así fuera remota, de reinsertar al PRI en el debate democrático
Opinión09 de julio de 2024 Salvador Camarena
Hay quien confunde control con legitimidad. Alejandro Moreno controla –qué duda cabe– el PRI (lo que queda de él), pero más allá de su reducido entorno, él carece de legitimidad: no tiene en prensa, ni en el gobierno, ni en sectores sociales… ¿Quiere Marko Cortés emularlo?
Lo ocurrido este fin de semana en el PRI, donde Alito confirmó un control rapaz, constituye un mensaje claro de que cualquier intento similar en el PAN tendrá la misma acogida: una descalificación generalizada al agandalle de los actuales capitostes.
En tanto entes de interés público, lo que ocurre en los partidos políticos concierne a la sociedad, no sólo a la clase política, y mucho menos es cosa exclusiva de simpatizantes y/o militantes.
No sólo porque viven del erario, sino porque constituyen la única vía para acceder a puestos de representación popular (la vía independiente ha demostrado que no es ni remotamente un camino para disputarles el poder).
Los partidos están obligados a cumplir las leyes y a conducirse con apego a reglas que ellos mismos se dan, normas que están inscritas en órganos electorales encargados de vigilar el sometimiento de esos institutos a los procedimientos registrados, con o sin campañas.
Sin embargo, cumplir no basta. Porque si alguien como Alito cuenta con el control para cambiar reglamentos –en principio para beneficio propio–, y si éstos llegan a tener visos de legalidad, no necesariamente a nivel social serán aceptados.
Si lo que ve le disgusta, la sociedad puede sancionar de otra forma –igual de contundente que la de la autoridad– cambios que, así cumplan formalmente con lo estipulado, no tiendan al bien común o no atiendan al momento que se vive.
El 2 de junio la oposición fue derrotada a nivel presidencial por un enorme margen –más de 19 millones de votos entre la ganadora y la candidata del PRI, PAN y PRD–. De igual forma, el oficialismo obtuvo amplias ventajas en el Congreso y prácticamente en todos los estados. Y donde los opositores pudieron ganar gubernatura sus triunfos fueron todo menos carro completo a nivel estatal.
Todo ello en conjunto, aunque parezca obvio hay que subrayarlo, supone un claro mensaje de rechazo a la alianza que tres partidos presentaron en prácticamente todo el país. Frente a ello, el PRI decidió enroscarse y desatender el llamado de las urnas a reformarse.
El control de Alito, que maniobró para eternizarse en la presidencia tricolor, le alejará de cualquier posibilidad, así fuera remota, de reinsertar al PRI en el debate democrático, de cualquier oportunidad de ser visto como legítimo aliado para resistir a Morena.
Toca el turno a Marko Cortés, líder del Partido Acción Nacional. Si bien tras la derrota de hace cinco semanas ese instituto ya tuvo una encerrona, las voces internas que llaman a que el PAN procese el cambio de su liderazgo con genuino espíritu democrático no amainan.
No basta con tener el control. De seguir las cosas como van, Acción Nacional se equivocará si cree que, dado que Cortés sí saldrá de la dirigencia, el suyo será un proceso presentable ante la sociedad como una renovación.
Si Morena vive aún reacomodos por el triunfo, mucho más tendría que estarse percibiendo al interior de los institutos derrotados. Y es exactamente lo contrario, el oficialismo muestra más energía y debate que la oposición que fue apabullada.
A no ser que, en efecto, con sus hechos, las dirigencias terminen por fundar el PRIAN, un fenómeno donde priistas y panistas son tan iguales que hasta la simulación tras la derrota es idéntica así cada quien la haga a su manera.

Lo que está en juego no es sólo la relación entre una presidenta y su mentor político. Es la posibilidad de que México tenga, por primera vez en siete años, un gobierno que no dependa del caudillo para tomar decisiones.

El sexenio está mudando de piel a una cosa donde se celebran “siete años” de lo mismo. Eso no despresuriza. Puede que desde el régimen sea algo deliberado, un intento de avasallar por agotamiento al no permitir refresco sexenal, ni anual.

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