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La sublimación de la violencia pasa por la estética de armas, cuerpos y ceremonias bélicas. Ocurre desde hace 5.000 años, escribe el arqueólogo Alfredo González Ruibal para El País.
Opinión09 de mayo de 2023 Alfredo González RuibalLa guerra no es solo una forma específica de practicar la violencia. Es también una forma de entender y vivir la violencia. Una forma, de hecho, de sublimarla: se ordena, se adorna, se ritualiza y se vuelve mística. Esta sublimación se manifiesta en múltiples aspectos. Para empezar, se invierte un enorme esfuerzo y una gran cantidad de tiempo en fabricar armas, artefactos que únicamente sirven para herir o matar a otros seres humanos. Aunque las hachas de piedra ya eran suficientemente letales, ahora se dedica tiempo (y mucho) a producir hachas que solo sirven para el combate, un combate que cada vez desempeña un mayor papel social y simbólico. Y no solo se dedica esfuerzo a la “industria bélica”, sino también a representar esa industria bélica. Es decir, a convertir las armas en imágenes. Los petroglifos de armas en la fachada atlántica durante el tercer milenio a. C. son un buen ejemplo: entre los elementos más representados se cuentan los puñales y las alabardas. Hasta el final del Neolítico, las imágenes de guerreros o de los elementos asociados a ellos eran muy raras. Y eran raras porque seguramente no había guerreros tal y como los he definido más arriba: individuos que consideraban la guerra una parte importante de su identidad personal. Por eso la convierten en arte. Por eso también se comienzan a enterrar con sus armas, porque a uno lo sepultan con aquello que mejor define su estatus en la sociedad. Y si a los hombres del Calcolítico en adelante los entierran con armas y no con herramientas agrícolas, es porque se identifican como guerreros y cazadores, y no como agricultores, aunque dediquen mucho más tiempo a cultivar la tierra.
Los procesos de sublimación involucran necesariamente a la estética. ¿Cómo volvemos bello el despotismo? Creando imágenes bellas del déspota (cuadros, estatuas ecuestres) y rodeándolo de belleza (palacios, monumentos). ¿Cómo volvemos hermosa la guerra? Fabricando armas hermosas. Se dedica mucho tiempo a las armas. Buena parte de ese tiempo no se emplea en incrementar su letalidad, sino en hacerlas más bonitas. La guerra, así, se vuelve bella: una forma de sublimación que lleva enviando gente al matadero desde hace 5.000 años. Se vuelven hermosas las armas y se vuelven hermosos los guerreros. Las representaciones artísticas son una exaltación del cuerpo de los varones en armas, desde las más abstractas a las más realistas, como los espectaculares guerreros galaicos de los siglos II y I a. C. Con sus dos metros de altura, sus barbas cuidadas y sus espaldas poderosas, son un canto a la virilidad. (…)
La sublimación no consiste solo en volver un fenómeno hermoso desde un punto de vista estrictamente formal, sino también moral. La belleza de las armas y de los cuerpos, de las ceremonias bélicas, del despliegue de los guerreros en el campo de batalla no responde únicamente a fines prácticos: es una purificación del acto transgresor que supone matar a otro ser humano. Pocos tabúes hay tan universales como el del homicidio. Por eso “No matarás” se cuenta entre los 10 mandamientos que Jehová dicta a Moisés. Matar es transgredir y para transgredir con la conciencia tranquila es necesario sublimar: una forma de hacerlo es a través de ritos de purificación. Uno de los casos más interesantes es el de las saunas de la Edad del Hierro en el noroeste peninsular. Contaban con varias estancias en las que los guerreros se sometían a diferentes temperaturas y experiencias corporales. (…) Es posible que los guerreros usaran estos edificios para purificarse en ritos iniciáticos, así como antes y después de los combates.
La sublimación de la violencia se alcanza de diversas maneras: ritos, armas y arte. Y dentro del arte tenemos que mencionar la poesía de guerra, que seguramente comienza entonces. ¿Cómo lo sabemos? Para empezar, por la Ilíada, que no deja de ser un larguísimo poema bélico cuyos orígenes se retrotraen a la Edad del Bronce (…). En la Ilíada, y sobre todo en la Odisea, se nos habla de los aedos, poetas al servicio de los aristócratas que cantan sus glorias guerreras acompañados de la lira. Y además conservamos las propias liras: se han descubierto varias datadas a fines de la Edad del Bronce. Por si quedaran dudas, en las estelas que representan guerreros en la península Ibérica hacia el 1000 a. C. aparecen sus lanzas, espadas, escudos, puñales… y liras.
La experiencia estética de la guerra es también una experiencia sensorial. Y eso, de hecho, era la estética en el sentido griego original (aisthesis): todo cuanto afecta a nuestros sentidos, no solo lo bello. La guerra se convierte en una experiencia estética total (o inmersiva, como diríamos ahora). Por eso, junto a las armas aparecen instrumentos de música que participan del teatro de la violencia: pese a lo que nos ha hecho creer El Señor de los Anillos, los cuernos de guerra no tienen origen medieval, sino prehistórico. Como el lur, una especie de trombón de bronce que acompañaba a las huestes escandinavas a la batalla. Se crea así un paisaje bélico sonoro en el que participan instrumentos de viento, tambores, cantos marciales y el resonar de las armas con el que los guerreros se lanzan a la batalla (…). El metal ofrece nuevas posibilidades visuales y acústicas: el reflejo del sol en los cascos y corazas, el tronar de los cuernos, el chasquido de la espada contra el escudo. La poesía, de Homero a los romances medievales, las transforma en versos.
Yo he tenido la extraña suerte de haber escuchado el sonido de una guerra premoderna. Fue en Etiopía, entre los mao de Bambassi, un minúsculo grupo indígena que vive al sur del territorio gumuz. Estábamos documentando lo que quedaba de la cultura material de esta minoría maltratada: sus tierras se encuentran hoy invadidas por campesinos de otras etnias y la mayor parte de su cultura material ha desaparecido (…). Mientras esperábamos a las autoridades, oímos un estruendo de trompetas. Nos topamos con dos hileras de hombres armados con lanzas y palos arrojadizos, tocando cuernos de búfalo y trompas de calabaza. Un grupo de mujeres los acompañaba en silencio. Blandían las armas de manera desafiante mientras formaban una masa cada vez más compacta y cerrada. (…) Estábamos rodeados de mao que escenificaban un ritual guerrero: unos soplaban trompas y cuernos; el resto gritaban, gesticulaban, agitaban al aire sus lanzas y sus palos arrojadizos (una especie de búmeran) o los blandían como si fueran a lanzarlos, a punto de entrar en combate. Puedo imaginar el terror de quien tuviera que enfrentarse al estrépito de 100 guerreros; sentir la fuerza que transmite el sonido de las armas y de los instrumentos cuando se hacen sonar al unísono. La sublimación de la violencia es también la de la comunidad.
Y la comunidad mao la necesita más que nunca. Su visita a la Administración se debía a la desaparición de un niño en la aldea. Exigían a las autoridades que comenzaran una investigación. Controlados por un Estado poderoso, la violencia para los mao de Bambassi ya no es más que un acto teatral: una ceremonia para hacerse escuchar cuando nadie quiere escucharlos. También un acto de memoria colectiva, para recordar lo que una vez fueron.
Alfredo González Ruibal (Madrid, 1976) es doctor en Arqueología Prehistórica e investigador del Instituto de Ciencias del Patrimonio (CSIC). Este extracto es un adelanto de su libro Tierra arrasada. Un viaje por la violencia del paleolítico al siglo XXI, de la editorial Crítica. Se publica este 10 de mayo.
Publicado en El País
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