
Medina Mora Icaza sabe que los que tienen el picaporte real de Palacio son los del Consejo Mexicano de Negocios y que él hereda unas siglas con mucho desgaste.
Se han celebrado ya diez audiencias públicas para discutir la reforma electoral. Y, como era previsible, el debate brilló por su ausencia. Lo que hubo fue una sucesión de monólogos, ciudadanos leyendo ponencias frente a sí mismos. Un trámite. Pero de ese ritual han emergido, con la fuerza de un puñetazo sobre la mesa, dos posturas respecto al corazón de nuestra democracia: el Instituto Nacional Electoral (INE) y los organismos locales (OPLEs).
Opinión13 de octubre de 2025 Miguel Allende Foulques
Se han celebrado ya diez audiencias públicas para discutir la reforma electoral. Y, como era previsible, el debate brilló por su ausencia. Lo que hubo fue una sucesión de monólogos, ciudadanos leyendo ponencias frente a sí mismos. Un trámite. Pero de ese ritual han emergido, con la fuerza de un puñetazo sobre la mesa, dos posturas respecto al corazón de nuestra democracia: el Instituto Nacional Electoral (INE) y los organismos locales (OPLEs).
Una postura: Desmantelar y Centralizar
Esta visión, alineada con la propuesta presidencial, aboga por dinamitar la estructura actual. Sus argumentos son simples, aunque, para muchos, seductores:
1. El costo de la democracia: Alegan que nuestro sistema es un lujo que no nos podemos permitir. Mantener 32 OPLEs y un INE es un derroche. Un organismo único, centralizado –algunos rescatan el nombre de Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC)–, ahorraría miles de millones (¿?) que podrían ir a salud o educación.
2. Contra la burocracia: Denuncian una duplicidad de funciones. Un solo mando, desde la capital, sería más ágil y eficiente, eliminando supuestos feudos locales. Incluso la reingeniería del actual INE en sus juntas distritales emerge embozada.
3. El voto popular para elegir las autoridades: Aquí está el meollo. Acorde al discurso 4teista, proponen que los consejeros sean electos en las urnas. Lo presentan como la máxima expresión de la democracia: que el pueblo, y no los políticos, decida quién organiza y juzga las elecciones.
4. Recuperar la soberanía: Plantean que el INE actual cuenta con una "autonomía excesiva", convirtiéndose en un contrapoder que frena la voluntad del ejecutivo. Centralizar es, en su relato, devolver el poder al pueblo. Por cierto, a quienes defienden esta postura, debemos recomendarles el té de romero por aquello de la memoria, los acordeones y los elefantes invisibles.
La otra postura: Defender el Bastión
Frente a la propuesta de demolición, académicos, sociedad civil y las propias autoridades del INE han levantado la voz. Su defensa, sin embargo, ha sido a veces demasiado institucional, evitando una autocrítica sobre los vicios internos, entre otros los del servicio profesional, los excesos de algunos vocales ejecutivos que actúan como virreyes en las entidades o distritos, o el desempeño cuestionable de consejeros recién designados, incluida la actual presidente del consejo general.
Sus argumentos se centran en:
1. La imparcialidad como bandera: Defienden la autonomía constitucional del INE como un logro histórico, un dique de contención contra la injerencia del poder. Esa independencia, aseguran, es lo único que genera certeza y credibilidad en los resultados.
2. El riesgo de la regresión: Advierten que destruir lo construido es un salto al vacío. Desmantelar décadas de experiencia técnica y operativa sin garantías de que lo nuevo funcione mejor es un retroceso democrático.
3. El territorio importa: La centralización total, argumentan, sería un caos. Los OPLEs conocen el terreno, las particularidades de cada estado y municipio. Loable la intención, pero defendida con argumentos demasiado débiles.
4. El riesgo de la politización: Aquí clavan su bandera contra la elección popular de consejeros. Alertan que eso convertiría a las autoridades electorales en otra caterva de políticos en campaña permanente (de facto lo son), descuidando sus responsabilidades. Su selección, defienden, debe basarse en el mérito técnico y la experiencia, no en la popularidad o en la capacidad de ganar una elección.
La Disyuntiva.
El falso debate de estas audiencias esconde una batalla real. No es solo eficiencia contra autonomía. Es un pulso sobre quién y cómo se debe controlar el proceso electoral. De un lado, la promesa de un ahorro y una centralización que, para sus críticos, deviene en control político. Del otro, la defensa de una institución imperfecta, con claroscuros que sus defensores se niegan a reconocer, pero que ha representado el ancla de la estabilidad democrática electoral de las últimas décadas. La pregunta final, que flota en el aire como un nubarrón, es simple: ¿Estamos dispuestos a jugarnos nuestra democracia en una reforma que polariza y divide, en lugar de construir y mejorar lo que ya tenemos?
La ironía es de una definición exquisita: en el nombre de la democracia, algunos quieren politizar a los árbitros electorales, mientras otros defienden una imparcialidad que a veces parece más bien comodidad, la zona de confort pues. Y mientras tanto, el ciudadano asiste a este espectáculo de ilustrados donde, por obra y gracia de la retórica, destruir instituciones se llama “acrecentar nuestras libertades y mejorar la democracia”, y defender privilegios se viste de resistencia democrática.
El reto es grave para quienes esgrimen las posturas: reformar sin destruir.

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