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ENSAYO INVITADO. Grant es colaborador de Opinión. Es psicólogo organizacional de la Escuela Wharton y autor de Piénsalo otra vez y presentador del pódcast de TED Re:Thinking.
Opinión21 de abril de 2023 Adam Grant. Para NYT.
Una mañana del verano pasado, le envié el borrador de un discurso a una colega, para que me diera su opinión. Aunque era una lectura larga, y estaba fuera, en un congreso, me envió sus comentarios esa misma tarde. “Perdón por la demora”, escribió.
No esperaba tener noticias suyas esa semana, y mucho menos ese día. No estaba demorándose, pero sintió la necesidad de disculparse, de todos modos.
Resultó que no era la única. Cuando busqué en mis correos electrónicos del año pasado, “perdón por la demora” aparecía 547 veces.
Disculparse por la lentitud en responder es un síntoma de unas exigencias poco realistas en una cultura siempre activa. Se presupone que el trabajo es la fuerza dominante en nuestras vidas. En vez de dejar espacio para el ocio y el descanso, tenemos que estar siempre pendientes de nuestros canales de comunicación, y dispuestos a dejar lo que estemos haciendo en todo momento. Estar localizable las 24 horas del día significa vivir a merced de los calendarios de los demás. Con esa receta, nos quemaremos. Y valora más las reacciones superficiales que la reflexión profunda. Acabamos apresurándonos para conseguir hacer las cosas, en vez de hacerlas bien.
Sin embargo, en lo que respecta al correo electrónico, la mayoría de lo que hay en tu bandeja de entrada es menos urgente de lo que parece.
En una serie de experimentos, las investigadoras Laura Giurge y Vanessa Bohns demostraron la existencia de un “sesgo de urgencia del correo electrónico”, como ellas lo denominan. Cuando la gente recibía correos fuera del horario laboral, pensaba que los remitentes esperaban respuestas más rápidas de lo que en realidad esperaban dichos remitentes. Cuanto más creían los destinatarios que tenían que responder con rapidez, más estresados se sentían, y más tendían a tener que lidiar con el agotamiento y la conciliación de la vida laboral y familiar.
El estrés se mitigaba cuando los remitentes daban un simple paso: transmitir sus expectativas. Bastaba con decir algo como: “No es urgente, así que revísalo cuando puedas” para aliviar la presión percibida para responder con rapidez. Y aclarar las expectativas no solo ayuda a nuestro bienestar: las pruebas de la transición al trabajo a distancia durante la pandemia demuestran que, cuando los directores son explícitos en sus expectativas de comunicación —incluidos los tiempos de respuesta previstos—, sus empleados afirman ser más productivos y eficaces en sus tareas diarias.
Cuando damos demasiada prioridad a la velocidad de nuestros correos de respuesta, destruimos nuestra capacidad de concentración. Las interrupciones hacen descarrilar nuestro hilo de pensamiento y causan estragos en nuestro progreso. Cuando sabes que no tienes que responder a los correos de inmediato, puedes mantener la continuidad y dedicar tu plena atención a lo que desees.
En una empresa de servicios financieros neerlandesa, se les pidió a algunos empleados que cambiaran sus notificaciones del correo electrónico. En vez de responder constantemente, reservaban dos o tres ratos al día para responder por tandas. Para algunos participantes, ese procesamiento por tandas redujo el agotamiento en el corto plazo, sobre todo cuando sus bandejas de entradas estaban desbordadas. Sin embargo, la conclusión de las investigadoras fue que “la dosificación del correo electrónico no debería considerarse una panacea para mejorar el bienestar”.
Cambiar nuestra forma de llevar la correspondencia es solo una parte del reto. Para cambiar la expectativa de que todos vivimos vidas disponibles “bajo demanda” será necesario un cambio cultural más amplio. Un primer paso es que todos dejemos de confundir la rapidez con la cortesía. Antes me enorgullecía de responder con rapidez, y prometía a mis alumnos que respondería todos sus correos electrónicos en 24 horas. Y, cuando alguien me respondía con prontitud, me sentía valorado, al ver las respuestas rápidas como muestras de consideración hacia mí. Pero la pandemia me obligó a replantearme esto.
Uno de los aspectos positivos de los tiempos de la covid es que la gente se ha vuelto más reflexiva a la hora de transmitir sus límites digitales, y más comprensiva a la hora de aceptarlos. Vimos el auge de los correos que acababan con frases como “Mi horario de trabajo quizá no coincida con el tuyo”, o “Responde cuando te venga bien”. No podemos dejar que ese establecimiento de límites desaparezca con la pandemia. Necesitamos que sea endémico.
La rapidez con que alguien te responde casi nunca es una señal de cuánto le importas. Suele ser un reflejo de la faena que tienen. Los retrasos en las respuestas a los correos electrónicos, mensajes de texto y llamadas suelen ser síntomas de sobrecarga y agobio. Si el mensaje requiere atención dentro de un plazo concreto, deberíamos contar los retrasos por semanas o meses, no por días u horas.
Además de dejar claras las expectativas, los remitentes podrían abandonar ciertas malas costumbres. No tienes por qué volver a enviar un mensaje con la nota: “Para que lo veas antes que cualquier otra cosa”. Gracias, pero soy yo quien manejo mis prioridades, y acabas de bajar aún más en la lista.
Casi nunca sabemos qué hay en las listas de prioridades de otras personas, así que no deberíamos dar a entender que son nuestras prioridades las que van primero. Si de verdad te preocupa que alguien no te haya contestado, siempre puedes reenviar tu mensaje con la nota: “Solo quería asegurarme de que te llegó correctamente”. Eso muestra respeto por lo que pueda tener entre manos el destinatario.
Cuando somos nosotros los que nos tomamos nuestro tiempo para responder, podemos liberarnos de la culpa y tenernos un poco de autocompasión. Todos estamos ahogados en mensajes. Si no te has comprometido con una fecha límite, no puedes llegar tarde. Puedes tomarte tu tiempo. En vez de disculparte por tu demora, puedes expresar gratitud a tu corresponsal por ser un humano razonable: “Gracias por tu paciencia”.
Replantearse qué se considera demora es especialmente importante para las personas propensas a castigarse por no responder en el acto. Y en concreto, las mujeres. Las mujeres se disculpan más que los hombres, porque tienden a tener un umbral más bajo de lo que constituye una conducta ofensiva. No es algo que está en su cabeza, sino en la cultura que las rodea. Seguimos viviendo en un mundo que ejerce una presión injusta sobre las mujeres para que lo dejen todo por los demás. Cuando un hombre se toma una semana para responder, debe de ser que está ocupado con algo importante. Si una mujer se toma un día para responder, parece que no cumple con su deber de ser diligente.
Durante la mayor parte de la historia humana, ser atento significa prestar atención a las necesidades de un pequeño grupo de personas en tu entorno inmediato: la familia, los amigos, los vecinos y los compañeros de trabajo. Ahora el número de personas que pueden irrumpir en tu bandeja de entrada, enviarte mensajes de texto y colarse en tus mensajes directos por las redes sociales es ilimitado. La sobrecarga digital nos exije que redefinamos qué significa ser atentos. La verdadera prueba de una relación no es la rapidez de la respuesta. Es la calidad de la atención que recibes.
Cada vez que alguien se disculpa por su demora al responder, puedes aprovechar la oportunidad para restablecer las normas. Cuando mi colega dijo que sentía no haberme respondido hasta la noche, respondí: “¡No acepto las disculpas!”. Y, sí, esa respuesta la mandé enseguida.
Adam Grant, colaborador de Opinión, es psicólogo organizacional de la Escuela Wharton. Es autor de Piénsalo otra vez y presentador del pódcast de TED Re:Thinking.

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