
La forma como se ha hecho la campaña contra los factureros pierde credibilidad cuando se hace de manera selectiva, donde a unos se castiga y a otros se premia al no voltearlos a ver.


Quiere el presidente que se cierren los oídos, los ojos y que los electores sólo se fijen en él y escuchen sus sermones matutinos
Opinión07 de mayo de 2024 Raymundo Riva Palacio
Una vez más, como ha sido recurrente a lo largo de su agonizante sexenio, el presidente Andrés Manuel López Obrador se lanzó contra medios y periodistas este lunes, y pidió a la ciudadanía que aprenda a leer periódicos, a escuchar la radio y ver la televisión, y que ya no le hicieran caso a los comentaristas o a los periodistas famosos, porque no son independientes y tienen partido, militantes de lo que ha llamado “el bloque conservador”, que abarca en su visión del mundo –literal– todo lo que no sea Morena ni sus satélites. Traducción: el presidente tiene miedo a que una votación copiosa el 2 de junio ponga en peligro algunas de sus joyas más preciadas y que su utopía de pasar a la Historia como el gran transformador de México se rompa en las urnas.
El miedo a una derrota electoral lo ha llevado a reforzar, con sus ataques a la prensa desde Palacio Nacional, la estrategia de daño reputacional contra medios y periodistas, reflejada por ese grito de “¡no les hagan caso!”. Golpear al mensajero ha sido el método diseñado por el jefe de la propaganda lopezobradorista, Jesús Ramírez Cuevas, que fue exitoso en la primera parte del sexenio, pero que se ha venido desgastando. Hoy contiene la avalancha de repudio popular que habría sin ese mecanismo de inhibición y difamación, pero no puede ocultar la realidad.
Ya no les están funcionando las plumas de carne y hueso a sueldo en los periódicos y sus intelectuales orgánicos en los programas de radio y de televisión, que en lugar de defender las ideas se dedican a denostar a los periodistas que, contra lo que dice el presidente, son independientes en su mayoría y no responden a intereses partidistas. Los paleros de la mañaneras dejaron de ser funcionales hace tiempo para esos fines, y los periodistas e intelectuales al servicio de Ramírez no han podido apagar las voces independientes por la sencilla razón de que la verdad arrolla la propaganda.
Quiere el presidente que se cierren los oídos, los ojos y que los electores sólo se fijen en él y escuchen sus sermones matutinos. No lo ha logrado porque los agravios son tantos que los datos son inmunes a los ataques y las descalificaciones, y el daño infligido por sus políticas públicas, o la ausencia de éstas, ha impactado negativamente sobre cientos de miles de mexicanos que no tienen que leer periódicos, escuchar radio o ver noticieros de televisión para darse cuenta de esta desgracia histórica, medida en resultados, que se llama “la cuarta transformación”.
Los actos de fe se han ido evaporando. La mañanera, convertida en un patíbulo dentro de Palacio Nacional, ha perdido eficacia. SPIN Taller de Comunicación Política reportó que el promedio de visitas diarias en Facebook a ese ejercicio inconstitucional, que disfraza como “diálogo circular”, cayó a 34 mil en comparación con el millón 383 mil que llegó a tener en 2020. Los reporteros Carlos Loret y Joaquín López-Dóriga, dos de sus principales enemigos, tienen respectivamente 9 millones 600 mil y 8 millones 300 mil seguidores en la plataforma X, contra 10 millones 700 mil de López Obrador, que es una diferencia nimia frente a la desproporcionalidad y asimetría de un presidente de la República frente a cualquier periodista.
Pero hay que insistir, no son los reporteros sino la realidad. La prensa es mensajera y conecta a gobernantes con gobernados. Pero para que impacte es indispensable que sea verdad lo que reporta. La fama de algunos no es lo que les da credibilidad, sino la consistencia a lo largo de las décadas –efectivamente, décadas– y su capacidad para transmitir los hechos. López Obrador no comunica hechos, sino verosimilitudes, y verdades alternas que apoya en descalificaciones, injurias e infamias.
Ayer le tocó a la Comisión Independiente de Investigación sobre la Pandemia de Covid-19, que concluyó que la gestión del gobierno de López Obrador provocó 808 mil 619 muertes en exceso, de las cuales 511 mil fueron causadas directamente por la enfermedad. López Obrador acusó de “falsos” y “canallas” a los expertos que la integraron y consideró el documento como un “acto de vil politiquería” con el propósito de “perjudicarnos”.
La gente tendrá su idea de quién miente, pero no podrá olvidar que el zar del coronavirus, Hugo López-Gatell, estimó el máximo de muertes por la enfermedad en 60 mil, y dijo que la fuerza moral del presidente era suficiente para que no se contagiara. López Obrador sacó un detente contra el COVID, pero aun así tuvo dos veces el coronavirus. Terminó por mejor guardarlo.
Tampoco le gusta nada al presidente que se mencione la violencia, y suele decir que medios y periodistas la magnifican. Ayer aseguró que “no hay más violencia”, sino más homicidios, como si no fueran factores indisolubles. López Obrador dijo que hay menos robos y secuestros que en sexenios anteriores, pero son delitos del fuero común y responsabilidad de las autoridades locales, no federales, por lo que es una verdad a medias y tramposa.
Ciertamente hay menos robos, pero también más secuestros. La Asociación Alto al Secuestro reportó que el año pasado subieron 3.2% en comparación con 2022. Y sobre homicidios dolosos, el dato diario de TResearch sigue siendo prueba de su fracaso: 186 mil 139 a cuatro meses de terminar su sexenio –que en sí tendrá 60 días menos–, que son más de los que hubo en los 12 años de gobierno de Vicente Fox y Felipe Calderón y 30 mil arriba del gobierno de Enrique Peña Nieto.
Salud y seguridad son los rubros donde su gobierno está peor calificado, seguidos de la corrupción. Los tres cruzan las campañas electorales en cuyas boletas no aparecerá él, sino a quien desea que tome su estafeta. Sus números perfilan posibles derrotas. Sus candidatas ya no darán más de sí, y sólo le queda acabar con los periodistas. Con su poder, falta de escrúpulos y desesperación, se puede esperar lo que sea en las tres semanas y media que faltan para las elecciones, pero la realidad no desaparecerá.
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