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El conflicto entre los dos jefes parlamentarios del partido oficialista va más allá de una simple discusión por el presupuesto de las Cámaras
Opinión18 de diciembre de 2024 Javier Garza Ramos
Es obvio que el conflicto entre los dos jefes parlamentarios de Morena, Adán Augusto López, en el Senado, y Ricardo Monreal, en la Cámara de Diputados, va más allá de una simple discusión por el presupuesto de las Cámaras (aunque es notable cómo los morenistas promueven la austeridad siempre y cuando se aplique a otros).
El pleito también es más que una mera lucha por prebendas o un ajuste de cuentas entre dos grupos antagónicos dentro del partido gobernante. En la superficie, puede parecer una distracción de temas más importantes, pero tiene un fondo con enormes consecuencias.
El encontronazo que se dieron López y Monreal es un síntoma inequívoco del retroceso democrático que México ha tenido. Volvimos a las épocas que creíamos terminadas con el siglo XX: hoy, como en el viejo régimen del PRI, las disputas políticas más importantes se dan dentro de un mismo partido, no entre distintas fuerzas.
México terminó en 2018 una racha de un cuarto de siglo de poder compartido entre partidos políticos, pero 2024 aceleró el regreso a la época de un partido dominante, de manera que la oposición se ha vuelto irrelevante en la discusión. Con Morena en control de la agenda legislativa gracias a supermayorías artificiales en el Congreso, las polémicas que involucran a los dirigentes de la oposición pueden ser interesantes, incluso dignas de atenderse, pero de ninguna manera determinantes en el rumbo político del país.
Así era en la época previa a 1997, cuando el PRI perdió el control de la Cámara de Diputados y con ello la habilidad del presidente de la República de sacar intacta su agenda legislativa. Era el desenlace de un proceso que había comenzado una década antes, en 1988, cuando el PRI perdió la mayoría de dos tercios del Congreso, lo que eliminó su capacidad de hacer reformas constitucionales de manera unilateral y lo obligó a negociar, principalmente con el PAN.
Morena está en la misma situación que el PRI estaba antes de 1988, la última vez que una fuerza política tuvo una aplanadora en el Congreso. (Cuento a Morena con sus rémoras del PT y el Verde, entregados por migajas de poder). Hasta ese año, las principales disputas políticas se resolvían en el seno del PRI, con el presidente de la República como mediador o árbitro final.
Pero hay dos diferencias sustanciales que hacen del nuevo sistema morenista una copia inexacta del viejo PRI.
Una es que, en el régimen priista, nadie ponía en tela de juicio la autoridad presidencial y pocos atrevían a desafiar al presidente. La historia nunca se repite de manera exacta, y la reencarnación del viejo sistema unipartidista terminó en una copia menos efectiva porque la autoridad presidencial no es lo que era, quizá porque ya vivimos épocas de presidencias débiles. Sheinbaum no podrá ser una mediadora efectiva entre los dirigentes de Morena mientras ella no sea la responsable de ponerlos donde están.
En el viejo sistema, un presidente podía aplacar a un líder de diputados o senadores porque él los puso. Sheinbaum no puso a López y Monreal. El pleito entre los jefes parlamentarios de Morena no es una disputa entre dos colaboradores de la presidenta, sino entre dos fichas de un expresidente.
Esa es la segunda gran diferencia. La figura que menos valor tenía en el viejo sistema priista, la del presidente saliente, es ahora la que pesa más en el nuevo sistema unipartidista. En el viejo PRI, expresidentes que trataban de meterse en asuntos políticos eran puestos en su lugar con señalamientos por corrupción (Miguel Alemán, Carlos Salinas), o el envío a embajadas remotas (Luis Echeverría). Aun cuando los colaboradores de expresidentes encontraban continuidad en el nuevo sexenio, eran puestos con el poder dependiente del nuevo titular del Ejecutivo.
No es así con Sheinbaum, quien de entrada conformó su gabinete con personas más identificadas con López Obrador que con ella. A una de ellas, la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, le delegó la responsabilidad de mediar entre López y Monreal. A final de cuentas los tres son más cercanos al expresidente que a la presidenta. Y aun si López y Monreal salieron de esa reunión como camaradas fraternos, todavía queda un asunto de 90 millones de pesos por resolver.
Noventa millones es el monto de los contratos hechos en la gestión de Monreal al frente de la bancada de Morena en el Senado, de 2018 a 2023, que López acusó de haber heredado con irregularidades. No es cierto, como dice Sheinbaum, que el tema se hizo grande “por nuestros adversarios”, una declaración que muestra de nueva cuenta esa dependencia en las ideas de su antecesor. López puso sobre la mesa el tema de corrupción de un dirigente de Morena. Fue él quien habló de anomalías y pidió la investigación. No necesitó que nadie lo hiciera grande.
Ahora, echarle tierra a un señalamiento de corrupción con una fotografía de armonía política en realidad estará ratificando el manto de impunidad que Morena tiende sobre los consentidos del poder. Y en eso sí resulta una copia fiel del viejo sistema priista.
Javier Garza Ramos. El País.

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